Como me he transformado, sin casi darme cuenta, en un vegetariano y un
reciclador de plásticos y papeles, mi basurero, en la cocina, aloja
puras cáscaras de frutas que me han traído nuevos alojados, unas
mosquitas, muy pequeñitas que comencé a eliminar, hasta que me dí cuenta
que eran viejas amigas.
Tan viejas que me llevaron, en un verdadero flash back, a la
cátedra de Genética del Profesor Badínez, un sabio de barba blanca que
nos enseñó, entre otras cosas, que otro sabio, Spallanzani, fue capaz de
ponerles calzoncillos impermeables a los cocodrilos para demostrar que
los espermios de esa especie deben cruzar al Canal de la Mancha a nado
si quieren mantener la especie, llegando al fin a los meandros de la
amada cocodrila.
En esa fauna fantástica aparecen estas viejas amigas, las Drosóphila melanogáster, que en fácil vendrían a ser las amigas del rocío que tienen la guatita negra, aunque en realidad el rocío también vendría a ser el zumo de la fruta fermentada, los vinagres. Son las moscas de la fruta.
Con ellas aprendí genética, aprendí que el segundo ortejo más largo que
el primero, del que me enorgullecía porque según los romanos, que no
sabían genética era un signo de nobleza, no era más que un signo de
atavismo, como nacer con cola de mono. Pero el cura Mendel no desmintió a
los romanos mientras conversaba con las florcitas de su jardín,
porque la nobleza tiene esos problemas, y otros peores, como los reyes
idiotas de la antigua Europa, nacidos bajo la fórmula que una tara más
otra tara, da un tarado. Fácil, porque si quisiéramos explicarlo con
cromosomas, genes recesivos, dominantes, en mosaicismo...ufff... no.
Ahora, cuando me vuelan en la cara cuando me acerco al rincón del
microondas, sé, sin verlo, que son todas distintas, con las alas más o
menos cortas, la guatita más o menos negra, las antenas también
distintas, y ya no las mato, les debo mucho y además, no hacen daño a
nadie, y nadie más vive en mi departamento.