lunes, 28 de enero de 2013

Unir lo disperso

Como me he transformado, sin casi darme cuenta, en un vegetariano y un reciclador de plásticos y papeles, mi basurero, en la cocina, aloja puras cáscaras de frutas que me han traído nuevos alojados, unas mosquitas, muy pequeñitas que comencé a eliminar, hasta que me dí cuenta que eran viejas amigas.

Tan viejas que me llevaron, en un verdadero flash back, a la cátedra de  Genética del Profesor Badínez, un sabio de barba blanca que nos enseñó, entre otras cosas, que otro sabio, Spallanzani, fue capaz de ponerles calzoncillos impermeables a los cocodrilos para demostrar que los espermios de esa especie deben cruzar al Canal de la Mancha a nado si quieren mantener la especie,  llegando al fin a los meandros de la amada cocodrila.

En esa fauna fantástica aparecen estas viejas amigas, las Drosóphila melanogáster, que en fácil vendrían a ser las amigas del rocío que tienen la guatita negra, aunque en realidad el rocío también vendría a ser el zumo de la fruta fermentada, los vinagres. Son las moscas de la fruta.

Con ellas aprendí genética, aprendí que el segundo ortejo más largo que el primero, del que me enorgullecía porque según los romanos, que no sabían genética era un signo de nobleza, no era más que un signo de atavismo, como nacer con cola de mono. Pero el cura Mendel no desmintió a los romanos mientras conversaba con las florcitas de su jardín,   porque la nobleza tiene esos problemas, y otros peores, como los reyes idiotas de la antigua Europa, nacidos bajo la fórmula que una tara más otra tara, da un tarado. Fácil, porque si quisiéramos explicarlo con cromosomas, genes recesivos, dominantes, en mosaicismo...ufff... no.

Ahora, cuando me vuelan en la cara cuando me acerco al rincón del microondas, sé, sin verlo, que son todas distintas, con las alas más o menos cortas, la guatita más o menos negra, las antenas también distintas, y ya no las mato, les debo mucho y además, no hacen daño a nadie, y nadie más vive en mi departamento.