Hoy asistí a un juicio de indemnización por un accidente
laboral. (El Chile real duele)
A mi mano derecha, la mesa de la demandante: la víctima, un
muchacho moreno, con la vista perdida, con una enorme cicatriz en su cabeza,
visible a pesar de su pelo rebelde, y la cara deformada por la caída de altura.
Tuvo que repetir dos veces su nombre, no recordó el número de su Carnet de
Identidad. Sus abogados, dos letrados jóvenes, de los que harían falta unos
tres para sumar mi edad.
A mi mano izquierda, la mesa de la demandada: el dueño de la
empresa constructora, un gringo alto, blanco y rubio, imperturbable, la abogada
de su Empresa constructora, el abogado de la Compañía Aseguradora, el abogado
del Ministerio de Obras Públicas y el abogado del Consejo de Defensa del Estado
(era una obra concesionada)
El empresariado, el sector financiero y el Gobierno,
doblemente representado, todos contra el
que les da de comer, de vestir, de andar en Lexus o en Audi, el trabajador
que genera la riqueza aunque no lo sepa, mezquinando una compensación económica
que no supera los ingresos de un mes del equipo que se la niega.
La ley debería, algún día, castigar la insensibilidad.