domingo, 28 de abril de 2013

Exilios

Vuelvo de la parcela y me acompaña una abeja que se aferra, no entiendo cómo, al cristal de la ventana, acelero para que emprenda el vuelo, pero aletea desesperadamente para defenderse del viento, a cien kilómetros por hora de la nortesur, hasta que decido bajar el cristal para obligarla, demasiado tarde creo, porque su carga de combustible ya no le alcanza para volver a su colmena, mientras recuerdo cuando, de niños, sumergíamos a las abejas que ya no podían volar en una gota de agua con azúcar, para verlas luego despegar.
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Cuando empíezo a limpiar las nueces que coseché de mis nogales, aparecen chinitas, tijeretas, hormigas y unos insectos también diminutos con caparazón de escudo de armas que desconozco. Con las chinitas me entiendo, las pongo en mi mano y apunto con el índice al cielo, raso de mi departamento,  ellas suben y al llegar a la cima, levantan el vuelo, otro juego de niños en el enorme patio de la casa paterna. Me pregunto dónde podrán ir, en mi departamento en el centro en el que se han secado hasta los cactus enanos que hay en mi ventana y decido darles una oportunidad, si es que logran comprender mi gesto, y llevo la bolsa a la jardinera exterior de la ventana.
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Una hora después la recojo y al continuar la limpieza  de las cáscaras, compruebo que hubo inteligencia de  mi oferta, todos mis visitantes se han ido, y sólo me queda esperar que el ancho mundo no les sea ajeno, que aprendan a vivir en otras compañías, como tuvimos que hacerlo nosotros en el exilio, también obligado. La próxima vez cierro la bolsa y las llevo de vuelta, junto con la abeja, a su parcela.