La cultura en Occidente ha sostenido durante siglos la
ilusión del “alma gemela”, la “media naranja” que completaría a la mujer o al hombre,
pero “los hechos la refutan una y otra vez –advierte la autora–: quienes hablan
del amor no dejan de referirse a la desdicha, los encuentros son seguidos por
desencuentros”. Aunque “quizá pueda emerger un nuevo amor más advertido de la
no relación que está en su base”.
Por Silvia Ons *
“No hay relación sexual” es una afirmación de Lacan, célebre
ya, y que en su momento causa escándalo y da lugar a numerosas réplicas: “¡Pero
claro que hay, si es evidente!”. ¿Cómo es posible que alguien tenga la osadía
de desmentir este hecho tan certero? Pero Lacan no niega con tal aforismo el
acto sexual, sino una relación que pueda escribirse: entre el hombre y la
mujer, nada está inscripto de antemano, no hay brújula preestablecida. El
acercamiento entre los sexos no está programado como el del óvulo con el
espermatozoide. Todo encuentro trae aparejado un desencuentro estructural, dado
por la heterogeneidad entre el goce de uno y el del otro. No hay “media
naranja”.
El mito del andrógino –ser que es dividido y luego busca en
el mundo la unidad que le falta– atraviesa la cultura occidental y sella cada
una de las ilusiones amorosas. La idea de un alma gemela, la media naranja, el
príncipe azul, la mujer ideal, el hombre perfecto, son las maneras en que el mito
pervive después de tantos siglos. Los hechos lo refutan una y otra vez; quienes
hablan del amor no dejan de referirse a su desdicha, los encuentros son
seguidos por los desencuentros, los malentendidos inevitables. El amor eterno
lo es en cuanto no se realiza. Lacan dice que, si hay un encuentro serio entre
un hombre y una mujer, se pone en juego la castración. Para Lacan, la
castración no remite solamente –como en Freud– al temor a perder el pene en el
caso del varón o a la desolación por no tenerlo y a la envidia consiguiente en
el caso de la mujer.
La castración es, para Lacan, la inconmensurabilidad
radical entre el goce femenino y el masculino.
Lacan considera que el goce genital masculino está marcado
por la impronta de la tumescencia y detumescencia del pene. Un orden
discontinuo signa ese placer que se consuma al llegar al límite; se trata de un
goce acotado por el órgano.
Prontamente advertimos la diferencia con el goce
femenino: éste es un goce envuelto en su propia continuidad, impreciso e impenetrable,
que hace que la mujer se experimente extraña aun para sí misma. Tal continuidad
hace que la mujer no “acabe” aunque llegue al orgasmo, ya que éste no implica
un corte. El verbo “acabar” expresa la cercanía del orgasmo con el fin y, al
igual que “consumar”, indica que algo se realiza encontrando un límite. Se dice
que la mujer puede ser “multiorgásmica” y con ello se indica que el orgasmo
femenino no implica un cierre, como el del varón. Así, mientras que el hombre
vivencia la experiencia del corte, en la mujer la vivencia es la de la
abertura, que necesita recubrir con palabras de amor: es común la tristeza que
las invade si el compañero no llama al día siguiente. Pero este simple ejemplo
vale para mostrar la disimetría entre los sexos, que no solo se manifiesta en
el acto sexual, sino que, en todo caso, lo ilustra de manera paradigmática.
El goce de cada uno entra en disyunción con el amor y así
constituye su obstáculo más poderoso, su límite, su más cara objeción. Respecto
del amor en su particularidad, el goce del partenaire lo pondrá siempre en
jaque, y acaso en el instante en que en el baile de disfraces los amantes se
sacan las máscaras es cuando emerge su verdadero rostro: él no es él y ella
tampoco. La caída de la idealización es coetánea con la manifestación de esa
cara del otro, extraña a la propia; quizás allí pueda emerger un nuevo amor más
advertido de la no relación que está en su base.
Según concluye Lacan, inevitablemente la relación sexual no
cesa de no escribirse. Y sin embargo, o tal vez por esa dificultad, se ha
escrito tanto y tanto sobre el amor, como si su naturaleza insondable inspirase
una y otra vez a los poetas de todos de los tiempos. “Puesto que con tanto
calor exaltas el poder creador de poeta –declara Johann Wolfgang von Goethe a
Bettina von Arnim–, creo que leerás con placer una serie de poemas que va
aumentando en las horas propicias. Cuando más tarde aparezcan ante ti, verás
que mientras tú estimas necesario reavivar el pasado en mi memoria, yo procuro
elevar a estos dulces recuerdos un monumento.” Pero no sólo escribe cartas el
literato o el filósofo o el célebre, sino también el hombre común. Y hay algo
tan singular y al mismo tiempo tan ordinario en toda correspondencia amorosa
que el propio Borges se reconoce en sus cartas a Estela Canto como un “horrible
prosista”, quizá porque todo enamorado padece de los mismos desvelos.
A tal punto es una experiencia que llama al testimonio de La
Rochefoucauld, quien dice que nadie sabría lo que es el amor si no hubiese en
algún momento escuchado hablar de él. El amor, en definitiva, intenta recubrir
la no relación sobre la que se asienta. El amor se orienta hacia aquel que
pensamos que puede revelarnos nuestra verdad; claro que esa verdad es muy
difícil de soportar, aunque el amor permita imaginar que esta verdad será
amable. Y por ello Jacques-Alain Miller afirma que amamos a aquel o a aquella
que podría responder a la pregunta acerca de quiénes somos.
Por eso, el que ama está en posición de falta; de ahí que el
amor feminice y pueda ser perturbador para muchos hombres. Y así siempre son
ellos quienes se rebelan frente a la famosa frase de Lacan “Amar es dar lo que
no se tiene”, afirmando, por el contrario, que amar es dar lo que se tiene. Lo
que el aforismo indica es que la falta es la que se entrega al otro y que su
valor es diferente de los bienes, regalos y potencia, ya que esa falta implica
reconocer que se necesita al otro.
“Es una histérica”
Cuando Freud descubre los pilares del psicoanálisis –el
inconsciente, la sexualidad, el síntoma, la transferencia– es reenviado al
análisis de su propia sexualidad, de su Edipo. Con la histeria, Freud descubre
el carácter esencial del deseo, su naturaleza insatisfactoria, esa que hace
vacilar al amo y causa la mayoría de las veces irritación. Es común que los
hombres digan de ella que nada le viene bien y que utilicen al respecto frases
conocidas. Es común que el dicho “Es una histérica” tenga una significación
despreciativa: atraer y luego sustraerse, no conformarse nunca, no saciarse
jamás. Freud y Lacan toman con seriedad lo que el vulgo menosprecia y ven que
ese deseo insatisfecho está dirigido a un amo-maestro para que produzca un
saber sobre ese misterio que ella atesora.
Pero hoy en día el saber se consuma en la producción de
objetos tecnológicos, esos gadgets de los que hablaba Lacan. Los imperativos
del mundo actual nos compelen a dar rienda suelta a los impulsos sin tregua y
sin la necesaria pausa que implica el callar. Detengámonos en la rapidez con
que se insta a dar una respuesta inmediata a lo que se pregunta y que es
imposible de explicar en un minuto. Por otro lado, el decir todo se ha
transformado en un deber; los programas televisivos muestran un confesionario
que ha devenido lugar público. La tecnología anula los espacios que estaban
confinados al silencio; lejos ha quedado la muchedumbre silenciosa, que hoy transcurre
acompañada por los infaltables celulares, hablando o enviando mensajes de texto
insustanciales. Así, si en la época de Freud había que liberar al síntoma de su
silencio, hoy hay que llevar el parloteo sin medida a la singularidad de un
decir propio. Esto se debe a que el mercado también estimula el deseo
histérico, que, cuando no tiene detención, conduce al extravío. El
psicoanalista Javier Aramburu, haciendo un juego de palabras, llama a la
histeria del siglo XXI no “de conversión” (síntomas en el cuerpo) sino “de
conversación”.
Es tan obse...
La manera en que los neuróticos obsesivos intentan detener
el tiempo es permanecer en la duda, ya que una decisión siempre implica una
pérdida. Tal escamoteo entraña mirar la vida como desde un palco, rechazando
estar en el escenario del devenir; de ahí que no querer que el tiempo pase,
creerlo eterno, conduzca paradójicamente a la mortificación. Freud hace suya la
frase latina Si vis vitam, para mortem: “Si quieres soportar la vida, prepárate
para la muerte” y, también, “Si quieres vivir la vida, prepárate para la
muerte”; prepararse quiere decir no soslayar la finitud.
Clásicamente, en el intento por preservar el ser de la
finitud se separa el ser del tiempo. El amor y la verdad siempre han tenido la
pretensión de quedar resguardados de los avatares temporales, confinados ellos
al “fuera del tiempo”. No por nada se habla de las “verdades eternas” y los
“amores eternos”. Gilles Deleuze dice que el tiempo pone a la verdad en crisis;
agreguemos que también al amor. La manera de mantenerlos estancos es... no
ponerlos a prueba. Por ello los amores imposibles son los que aspiran a una
eternidad en cuanto no se realizan, pero al mismo tiempo son amores muertos,
coagulados en un eterno presente, fijos en lo que podría haber sido.
* Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana. Texto
extractado de Todo lo que necesitás saber sobre psicoanálisis, de reciente
aparición (Ed. Paidós).