Le pidió a la pabellonera que le
secara el sudor de la frente. Estaba tenso y el foco luminoso frontal y las
lupas de aumento le hacían transpirar
copiosamente. Había liberado la aorta y se disponía a ocluírla por
encima y por debajo de la estrechez que
impedía que el Jonathan pudiera jugar
fútbol, su pasión de siempre. Tomó los clamps y, con un movimiento automático,
se aseguró que cerraran correctamente.
Levantó la vista para dirigirse al anestesista. - Toma la hora, vamos a clampear - dijo. Tenía solamente treinta
y cinco minutos para eliminar el segmento estrecho y volver a unir los cabos
seccionados. Treinta y cinco larguísimos minutos de pulso acelerado en los que
se apagaba la radio y no se contaban las habituales historias entretenidas del
pabellón quirúrgico. Treinta y cinco cortísimos minutos si se enredaba un punto
de la sutura, si se producía un sangramiento inesperado o si los cabos quedaban
muy tensos. - Ahora - dijo, mientras cerraba el primer clamp. - Nueve y catorce, o sea, hasta las… nueve y cuarenta y
nueve - la voz del anestesista se
escuchó con claridad en el silencio reinante. Puso el segundo clamp
y tomó la tijera, la mano sacudida por el temblor fino de la adrenalina.
Antes de dar el primer corte no
pudo dejar de pensar : “éste es el punto de no retorno“ , malhadada frase de su
ayudante, al que había pedido, expresamente, que nunca más la repitiera. Todo anduvo bien. Puso el último punto y
empezó a soltar, lentamente, las pinzas. Pequeños chorritos de sangre salieron
por la línea de la sutura, apretó suavemente la pinza y esperó unos segundos,
liberó nuevamente y ya la pérdida se había controlado. Pidió gasa y taponó con delicadeza. Con formalidad no
desprovista de afecto, estrechó la mano también enguantada de su ayudante. -
Gracias -
- Puedes insuflar - dijo. El pulmón, liberado
de los separadores, empezó a inflarse como gigantesco popcorn, y recuperó su color rosado habitual. - Cinco minutos para
contar un chiste, pero que sea bueno - Alguien contó un chiste conocido
pero igual se rieron un rato, relajados.
Se separó el pulmón para controlar si había aún
sangramiento. Mientras retiraba la gasa, con extremo cuidado, lo
sobresaltó un ruido ajeno al pabellón, un trácatra-trácatra absolutamente
inesperado y agresivo.
Despertó. El
gendarme caminaba golpeando los barrotes con su bastón. Las imágenes parecieron
explotar en su cabeza y flotar por encima de él. Trató de dormirse nuevamente
para retornar al sueño, pero no pudo. En medio de su amargura y de su
impotencia al rememorar ese once de Septiembre, le afloró, de todas
maneras, una sonrisa.
En su mano
izquierda estaba aún la carta, el Jonathan estaba jugando en las infantiles de
la Chile.