sábado, 14 de marzo de 2015

8.000 kilómetros


La invitación era irrechazable. Viajar a Punta Arenas, pero por tierra, pasando a la Argentina y asomándonos, incluso, a la costa atlántica. Unos cuantos miles de kilómetros compartidos previamente hacían aún más fácil, la aceptación, así es que, en un dos por tres, estuvimos en Osorno, como si quisiéramos pasar luego a las carreteras argentinas, tan impredecibles, tan inescrutables con su eterna RN40, omnipresente como tal  o como ex, que obliga al uso del GPS, de los mapas ruteros y de las consultas en el camino para saber si es no es, si era y dejó de ser, para elegir la mejor ruta, que no siempre lo fue, y que unas cuantas veces nos recordó el por qué de la existencia de los 4x4.

Después de bajar por la RN40, hasta Tecka, tomamos el camino largo, hacia la costa, hacia Comodoro Rivadavia, en medio de la Patagonia. No hay arboles, sólo unas maquinarias oscilantes que extraen, pacientemente, sorbo a sorbo, el petróleo que pasó de Repsol a YPF, el mismo que está pagando la deuda externa, que ha mejorado las pensiones de los viejos en cifras impensadas para nuestra economía, el mismo que entrega un sueldo de unos cincuenta mil pesos chilenos mensuales  a todo joven argentino que quiera y demuestre estar estudiando, en universidades gratuitas, por supuesto.

Los baches de la carretera que nos lleva a la costa han desaparecido, y aunque estuvieran presentes, la ausencia de peajes y la gasolina a mitad de precio compensan cualquier “evento”, chilenismo eufemístico por hoyo, que pudieran esperarnos más adelante. Cruzan nuestro camino personajes inesperados, que lo comparten con nosotros a costa de sus vidas: guanacos, ñandúes, zorrillos, armadillos, zorros… y un solo gato, probablemente salvaje en ese entorno desolado.

También unos perros salvajes, que han atacado a una oveja, que se desangra de pié, mientras los malos esperan que caiga para iniciar el festín, tan salvajes como nosotros, que esperamos lo mismo en la mesa del restorán.

El intento de caminar por un ventisquero en Perito Moreno se frustra, porque en El Calafate, donde debíamos pernoctar, no cabe un alfiler de pié, menos acostado: un festival de música nos lo impide, y volvemos a Comodoro. Seguimos por la costa hasta Caleta Olivia y luego Puerto Sebastián, donde almorzamos a la carta, y seguimos   rumbo a Rio Gallegos que nos recibe con su avenida caminera de treinta kilómetros de luminarias, y de ahí a la frontera, rarísima, porque no es de este a oeste, sino de norte a sur, el Paso Integración Austral, abierto las 24 horas del día… y nosotros haciendo hora para llegar.  

Punta Arenas nos espera con un arcoíris colosal, de lado a lado, que se despide  con su pata derecha doble… y lo que sigue es otra historia…




Díjeme yo...

Devenir niño”, “devenir niña” –como propuso Gilles Deleuze– no es volver para atrás, no es tomar la forma de niño. Es estar dispuesto para viajar a un territorio habitado anteriormente, pero abierto para encontrar las novedades y llevando el bagaje de adulto para aquella travesía.

Fácil, interesante, hasta intrigante parece ser esa aventura, pero, en realidad, ¿qué,  cuánto  y cómo  recordamos nuestra vida pasada? Hoy nos sorprende la aparente ligereza con la que hicimos algunas decisiones que marcaron nuestras vidas, porque no recordamos los argumentos, los pro y los contra, que probablemente ni siquiera consideramos, y que hoy nos la harían difícil. Una rara sensación de haber sido otras personas, uno de los tantos hombres que ocupan mi cuerpo, en el decir poético de Pessoa, o mi traje, en el de Neruda, nos instala sólo en el presente, en lo que hoy somos, y no sólo en lo que aprendimos, sino también en lo que olvidamos. Pero siempre nos llena el alma pasear por este, nuestro jardín privado, nuestro jardín borgiano de senderos que se bifurcan, que aún tiene rincones desconocidos, cruces de caminos en los que nos podemos encontrar con  nosotros mismos, más viejos o más niños, para entendernos, o tratar de entendernos, o por lo menos, para conversar. 

domingo, 8 de marzo de 2015

Lo prestado

Mis manos, que un día descubrí que no eran mías, tendré que devolverlas, ajadas por el uso, pero sabias en caricias, en guitarra y cirugías. Sólo un par de puñetazos, que dejaron cicatrices, están en su prontuario. Me ayudaron a vivir, que duda cabe, y me apena tener que abandonarlas. Sólo espero,  que aún desmenuzadas y mezcladas con la tierra, guarden la memoria del tiempo compartido.


La única foto que publicó El Mercurio, de mi dilatado desempeño de dirigente de base del Colegio Médico y de la Federación Nacional de Trabajadores de la Salud