Mientras
mis amigos disfrutaban en el autódromo el vértigo de otros, me dispuse a
recorrer el pueblito-ciudad de Rio Hondo que, efectivamente, tiene un “barrio
alto”, hacia el norte del Microcentro,
con chalets de jardín y rejas y escasa gente en las calles, algo
parecido a nuestra Ñuñoa, sin mansiones ni edificios de departamentos, del Microcentro
al sur hasta el río, la zona más
proletaria, de casitas pareadas, con vecinos instalados con sillas y mesitas en
las aceras, tomando mate y charlando, mientras me miraban con curiosidad.
Lamento no haberme decidido a pedirles compartir un rato con ellos, porque en
ese momento me pareció un abuso, una intrusión en su intimidad, aunque no me
cabe duda alguna que me habrían invitado con gusto. La próxima vez, lo hago,
sin duda alguna.
En mi
deambular, llegué a una plaza dedicada, al parecer, a San Francisco de Asís,
porque aparte de una estatua de un santo que, en mi agnosticismo no pude reconocer, había otras, de gran altura y hechas con
cachureos metálicos, una de ellas
representando a un cura, con hábito y delante de él, un toro que en su torso
mostraba paletas de ventilador, trozos de radiador, en sus ancas, tambores de
freno y en calidad de tendones y músculos, cremalleras con brazos de elevar los
cristales y otras pieza que me entretuve en reconocer, recordando mis sesiones
de mecánica con mi viejo, reparando mis autos antiguos.
Las
estatuas no estaban al centro, sino que en un rincón cerrado de la plaza, y
hacia allí me dirigí, mientras filmaba con mi camarita fotográfica. Noté que
estaba solo en el lugar y, santiaguino al fin, me preocupé de estar alerta, no
descuidando el entorno y, en una de esa miradas hacia atrás, veo que se me
acercan dos personas, una alta, maciza, con la camisa de mangas recortadas en
los hombros y brazos tatuados y la otra,
un individuo pequeño, flaco, de pantalones caídos y una gorra de béisbol roja, calada hasta las orejas.
Caminaban
por uno de los senderos hacia mí, y así como era lógico que yo me encaminara
hacia allí como turista que observa estatuas, era ilógico que ellos, como
vecinos, lo hicieran. Decidí que pasara lo que pasara, que fuera de frente, así
es que me volví y empecé a caminar hacia ellos, por el mismo sendero. No es que
pensara trenzarme en una gresca, una negociación me haría perder solamente mi
viejo Casio, a punto de jubilar, mi Canon barata y doscientos pesos argentinos.
Al
acercarse, mientras mi adrenalina subía
a mil, el más grande pisó el pasto para darme el paso, mientras me saludaban:
Buenos días… ¿Todo en orden?
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