http://www.laverdadyotrasmentiras.com/medicina/la-mirada-de-los-otros/
Hay una medicina que se ejerce en los salones de los hoteles five stars, en los journals y en las academias. Es interesantísima, deslumbrante, te come la cabeza. Está llena de gente valiosa e inteligente, pero también está infectada de fanfarrones y egomaníacos. Es una medicina para médicos, endogámica, una isla paradisíaca donde el sufrimiento, el dolor o la muerte nunca salen del Power Point. Es seductora y mentirosa, huele a perfume de free shop. Es falsa como el espejo de la madrastra de Cenicienta.
Hay una medicina que se ejerce en los salones de los hoteles five stars, en los journals y en las academias. Es interesantísima, deslumbrante, te come la cabeza. Está llena de gente valiosa e inteligente, pero también está infectada de fanfarrones y egomaníacos. Es una medicina para médicos, endogámica, una isla paradisíaca donde el sufrimiento, el dolor o la muerte nunca salen del Power Point. Es seductora y mentirosa, huele a perfume de free shop. Es falsa como el espejo de la madrastra de Cenicienta.
Pero también está la gente…
La mujer que te mira con sus
enormes ojos azules y te pide aire, aire, aire… El hombre que se toma el pecho
y cierra la mano como una garra sobre el esternón, te pregunta con la
mirada si eso es la muerte. La madre que te pone sobre los brazos a su hija empapada
en sudor sacudiéndose en medio de una convulsión, te grita, sin pronunciar ni
una palabra, con la boca apretada y las manos crispadas, que tú sabes, que tú
puedes, que eres Dios y que por eso te
la entrega.
Una viejita esquelética abandonada en la cama del hospital a la que
nadie nunca vino a ver, te mira. Te pide que le tomes la mano, que la toques, porque
morir sin otra piel que roce la suya es inhumano, es indigno, miserable. Y tú
le aprietas fuerte los dedos flacos y
huesudos. Y esperas a que la muerte se
la lleve en paz.
El viejo que te pregunta si sus hijos están afuera, se queda
esperando tu respuesta con sus ojos clavados en los tuyos. Tú dudas. Y le dices
que sí, que pasaron toda la noche en vela, que están preocupados, que lo
deben querer mucho por la forma en que preguntaban por él. Que más tarde los
dejarás pasar aunque sea un ratito. Pero afuera no hay nadie, nunca
hubo nadie.
Después viene la secretaria y te
exige que completes un certificado. Te apura para que hagas las epicrisis
pendientes. Más tarde entregas la guardia y te vas a tu casa.
La calle te resulta extraña,
inhóspita. Has perdido los códigos de convivencia. No entiendes ninguna de las preocupaciones de la gente. Ni
sus tristezas ni sus alegrías. El mundo está cubierto de un velo opaco, una
atmósfera turbia de jet-lag. Abres la
puerta y tu mujer te recibe como si desde el momento en que te fuiste -36 horas
atrás- no hubiese ocurrido nada en tu vida. Hay un agujero de tiempo que nadie,
excepto tú, percibe. Te dice que tu hijo tiene fiebre, que llegó la cuota del
colegio. Te encierras en el baño y ella
te sigue hablando a través de la puerta. Te grita que pongas la ropa sucia en el canasto. Te miras al espejo, te
das lástima. Te duele la espalda.
Piensas en tu compañera de guardia. Sabes que ella te
entendería. Que no necesitarías decirle nada. Cierras los ojos y ves sus pechos flotando debajo de
la chaqueta. Despeinada, acostada en la cama de abajo, tú en la de arriba. Derrumbados, los dos. Sobre
el piso, una caja de cartón con restos de pizza fría. La
escuchas respirar. Están agotados, insomnes. Ella estira el brazo, lo sube como
buscando el cielo. Tú bajas el tuyo, se tocan. se acarician las manos, se
aprietan hasta hacerse doler.
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